SONROJOS

De las dos fotografías, que ilustran estas líneas, un es la de un cuadro, del que es autor el pintor del romanticismo inglés, William Turner; la otra está tomada del natural, lo que no significa que no sea también una obra de arte, por más que sin artista conocido, atribuible a quien la captó con un clic de su cámara fotográfica. Ambas muestran un cielo enrojecido, de un rojo más compacto y uniforme, el de una, que muestra un momento del día en los campamentos de refugiados saharauis, mientras que la pintura llega al rojo desde la cercanía de unos dorados, que se van oscureciendo. Como quiera que sea, dos versiones de la belleza de un mismo cielo, que el cielo siempre es el mismo, con sus circunstancias, por las que ofrecen uno u otro aspecto, a lo que también contribuyen las miradas, sea la del ojo con la colaboración de una cámara fotográfica, o con el pincel y la paleta de los colores atentos a la mirada del artista.

Desde una perspectiva emocional, mi mirada ve un cielo ruborizado, avergonzado, por más que hermosamente avergonzado, como en más de una ocasión vi avergonzado, duramente avergonzado, un paraje de la hammada, que se conoce como Tierra de Luna, rojizo el color de las piedras y la tierra. Más al fondo de las explicaciones, según las que, o bien por allí había discurrido un río, que arrastraba componentes minerales de hierro, o bien, luciendo una épica sideral, en algún momento aquel espacio había sido destinatario de una invasión de asteroides. Siempre que pasaba por allí, en dirección a la wilaya Dajla, no podía sino ver el rostro avergonzado de la tierra, que desde lo profundo de su corazón asomaba a la superficie. Así, quiero ver en las fotografías que, en lo alto, el cielo también pasa algunos momentos de rubor, por más que también sepa mostrarse exultante, portador de luz intensamente azul y de noches transparentes, tejidas a punto de luz, atento a los versos y narraciones, en voz de los mayores, que embellecen y enriquecen los espíritus de los más jóvenes. Tengo para mí que al cielo le asalta, de vez en cuando, un sentimiento de vergüenza, que le ruboriza, quizá porque no se siente lo suficientemente cielo protector, como la tierra que, aún siendo acogedora, se avergüenza de no poder corresponder por haber sido humanizada con la estancia en ella de un pueblo, que de humanidad sabe mucho.

El cielo y la tierra de la hammada están en deuda con los refugiados saharauis. Un día se irán, y los echarán de menos. O no, pues ellos se llevarán esa tierra y ese cielo grabados en sus corazones. Un pueblo, tan agradecido, como generoso.

Fernando Llorente

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