Lo observaba cada noche de luna llena. A medida que avanzaba en su trayectoria, oscureciendo las estrellas, la wilaya se iba iluminando hasta que, ya alcanzada su posición en la alta noche, su luz, por más que prestada, envolvía dairas y barrios y se fijaba en ellos, como si se mirara en el espejo de la tierra y le gustara lo que veía, como si se gustara, hasta el punto de que llegaba a ver que la luz venía de lo alto y la tierra la absorbía para proyectarla desde abajo y crear un ambiente onírico, el aire soplando suave, nebulosa traslúcida, vía láctea terrenal de polvo blanco de arena.
Una noche de luna salí del beit y creí haber salido al día, tanta luz desprendía la tierra, tan transparente el aire, tan luminoso el ambiente, una suerte de luz celestial que espiritualizaba los cuerpos de dos personas, dos mujeres, que habían salido antes. Una estaba sentada en suelo duro, que la luz de luna transfiguraba en nube; la otra, de pie, parecía bailar, a punto de levitar. A las dos vi flotar en la luz de una luna, que desde el cielo se compadecía con espíritus de carne y hueso que sufrían el infierno. Creí formar parte de una ilustración animada de uno de los cuentos que niñas y niños leen y viven en las bibliotecas Bubisher. Fue un momento mágico, misterioso, místico. A plena luz de luna.
Fernando Llorente