LA MUJER, CUERPO Y ALMA DE LAS WILAYAS

En una de mis estancias en los campamentos de refugiados saharauis, durante una semana mujeres del barrio en el yo también vivía en aquellos días, confeccionaron una gran jaima. Eran siete las mujeres que cosían, parcelada la arena con las dimensiones del suelo extendido de la jaima, que después sería levantada, sostenida por dos palos de madera –bab. Varias anchas franjas de tela fueron cosidas unas a otras, y todas juntas a la gran pieza que les servía de base integradora. Telas alegres, de colores amarillo, blanco y rojo, combinados y moteados de pequeñas flores azules y verdes. Una de las tuizas, trabajos de mujeres en grupo, de las que tan sentidamente escribe el poeta saharaui Liman Boicha, en su libro “Ritos de jaima”.

En un transistor sonaba música saharaui, que amenizaba la costura. Yo observaba, sentado a un lado. A mi derecha, una adolescente preparaba el té, que una niña pequeña ofrecía, los vasitos sobre una bandeja de alpaca, a las operarias. Y al mirón, sin mérito alguno, también le llegó su vasito.

A cuantos hombres pasaban por las inmediaciones del taller al aire libre, las mujeres les bombardeaban, entre esgarit y risas, con los ovillos de gruesos y fuertes hilos. Si alguno era tocado con el proyectil, debía pagar en prenda el echar una moneda sobre la jaima a medio hacer. Casi todos contaban con una coartada –la misma- para no dejarla: no tenían la moneda.

Muchos años antes otras mujeres, quizá alguna de estas mismas, cosieron jaimas en las que su pueblo se protegió de las inclemencias del exilio recién inaugurado. Jaima a jaima fueron tomando forma los campos de refugiados. Jaimas cosidas con los hilos de la ilusión de la provisionalidad y las agujas de la confianza en la victoria. Esas jaimas fueron el principio de un milagro, que se ha sostenido en el tiempo. Un milagro para el que bastó y sobró con el trabajo de las mujeres –los hombres en la guerra- para promover y poner en funcionamiento escuelas, dispensarios, guarderías, aulas para discapacitados, telares, talleres de costura, de belleza…, a los que se incorporaron para aportar su trabajo, además de atender su jaima y a los niños y, durante la guerra, cuidar a los heridos que llegaban del campo de batalla. Milagro sostenido desde hace casi cinco décadas, durante las que las mujeres saharauis vienen cohesionando a una población que forma una sociedad organizada y amable.

Se siguen confeccionando jaimas, cuyo destino es el de ser vendidas o alquiladas para acoger a invitados de bodas u otras celebraciones. De esta forma, las mujeres, organizadas en cooperativas, contribuyen a la economía de sus familias. También a la de la comunidad.

Las jaimas, confeccionadas por las mujeres refugiadas, son el símbolo de un vivir trágico: no agónico y llorón, sino vital y heroico.

Fernando Llorente

(texto, corregido y aumentado de mi libro “Heridas y bálsamos”)

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