ENCENDER EL FUEGO

La mujer tiene todo el cielo para soñar. Quizás sus sueños son azules y soleados, o más bien, son pedazos rotos varados en este mar evaporado y seco. Sueños duros y descoloridos como estas piedras y esta arena que va pisando. Pero tiene un sueño.

Ningún campamento a la vista, ni una jaima. Ningún camello, ni pastor, ninguna oveja, ni cabra. Ni siquiera una acacia. El sol le acompaña, nos lo comunica su la larga y delgada sombra.

Anda segura de sí misma como hacen las mujeres saharauis. Es una seguridad forjada a base de pelear con el feroz calor y el duro invierno y con las tormentas de arena. Batallar cada día en el exilio, para alimentar a pequeños y mayores, en un lugar donde todo escasea y donde nada resulta sencillo.

Allá va con su botella de agua. El agua nunca pesa, ese refrán ella lo tiene tatuado en su cerebro, en su corazón y en todas las células de su cuerpo. Y en los caminos imprevistos de la Hamada la esperanza es un frágil frasco medio lleno, medio vacío.

En las ciudades nos alejamos de muchas cosas esenciales, pero en el desierto siempre se está tan cerca del mundo, de nuestra naturaleza, de nuestro ser más profundo.

Puede que sea una maestra o bibliotecaria y anda rumbo a su trabajo. Mientras avanza se acuerda de una frase del filósofo francés, Montaigne. El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender. Ahora solo piensa en llegar y encender el fuego, los fuegos.

Liman Boisha

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