EL VIENTO, EL SIROCO

El aire se oscureció y se llenó de un lento presagio. Assim y su hija Dalia miraron hacia el horizonte. Allí, en la línea entre cielo y tierra, comenzó a levantarse. Al principio era solo una borrosidad amarilla. Después, rápida, inexorable, se formó la pared de arena. La vieron venir, como una ola gigantesca que todo lo cubría. Assam se quitó el turbante y protegió con él el rostro de la pequeña Dalia. Con el otro extremo, se tapó el suyo. Era suficientemente largo para poder cubrir a ambos, siempre y cuando Assim se encorvara un poco. De todas formas, se les llenaron las pestañas y la boca de arena. La mano libre del padre tomó la de su hija. Caminaron cegados por la confusión del polvo.
El aire tiraba de ellos hacia atrás. Assim habló a su hija, pero las palabras se las llevó el viento. Dalia vio cómo se hinchaban y se perdían en medio del aire y de la arena. Pájaros torpes, maltratados por la tormenta del desierto. Ni siquiera permanecían sus huellas. Sintió un dolor sin nombre. ¿A dónde se iban esas palabras? Parecía que nada quedara sino la brasa violenta del siroco, parecía que el cielo quisiera enterralos. A ellos y a sus palabras. Entonces Assim levantó la mano y señaló al frente.
Un pequeño edificio rectangular se entreveía bajo el remolino ocre. Allí se dirigieron para protegerse del siroco. Cuando entraron, el ruido y la arena cesaron de golpe. Assam desenlazó el turbante de la cabeza de su hija y lo sacudió. Dalia se limpió los ojos. Pestañeó varias veces, no solo para aliviar los párpados, sino también para asegurarse de lo que veía. Un pequeño pájaro blanco y negro estaba posado sobre las estanterías repletas de libros. Assim tomó uno de esos libros, acurrucó a Dalia entre sus piernas y comenzó a leer. La voz de Assim era un nido. Entonces Dalia comprendió. Habían llegado a la casa de las palabras. Todo lo que estuviera escrito permanecería para siempre. Ese edificio los protegía del siroco y también del olvido. Por mucho que soplara el viento, por mucho que quisieran arrebatarles, no podrían con ellos. Escuchó atenta a Assim, cerró los ojos y sonrió.
Mónica Rodríguez

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