EL PÁJARO Y LOS DOS DEMONIOS (Un relato)

Hacía frío. Un frío insólito para estar en el Sáhara, en la hamada argelina. Llovía a mares, y era la primera vez que lo hacía en ocho años, nada menos. Oíamos caer la lluvia resguardados bajo una manta, esquivando las goteras que sonaban en una palangana de zinc con una cadencia casi bailable. Hassana bromeaba recordando Asturias, los días de lluvia. “Falta un sidrín”, decía.
Pocas veces he visto un Hassana tan relajado y conversador. Lo suyo es la acción, la reparación, la intervención, siempre pendiente de todos y de todo, con una rara intuición para saber lo que cada uno necesita, sea saharaui o no. Y para conseguirlo. No hay tiempo siquiera para darle las gracias a Hassana, porque cuando te quieres dar cuenta de lo que ha hecho por ti ya está haciendo algo por alguien más, saharaui o extranjero. Sin parar, nunca. O casi nunca, porque ese día de febrero estuvo quieto al menos quince minutos, una rareza. Y como es hombre de contrastes, el frío, la lluvia y aquella rarísima humedad llevaron su memoria al calor y la infinita sequedad del Sáhara más habitual. O no, tal vez fue que alguien del grupo hablara, cerca de nosotros, de un pájaro que habíamos visto en las dunas de Ausserd.
En el verano de la pandemia, dijo Hassana, no pudimos salir de los campamentos. El calor fue horrible, horrible. No podíamos más. No lograbas mover un brazo sin sentir que te agotabas. Un día le propuse a mi amigo Skeirid irnos en el coche rumbo al este, hacia un bosquecillo de acacias espinosas que están en alto, pensando que por allí correría alguna brisa fresca. Solo decir esas palabras, brisa fresca, ya nos sentíamos mejor. Arrancamos antes de que saliera el sol; si no, imposible. Pero hasta el aire nocturno, de madrugada, era como el que sale del horno. Llegamos al alto de las acacias justo cuando amanecía. Pusimos el coche de espaldas al sol, a la sombra del árbol más grande, que no era mucha, a la espera de la brisa. Sacamos una manta y nos sentamos, tratando de ahorrar fuerzas, con una botella de agua envuelta en trapos para conservar algo de frescor entre nosotros. Hasta hablábamos lo justo para no perder energía. Solo nos movíamos para echar un trago, de vez en cuando, ahorrando agua. No se movía nada, nada. Pero de repente un pájaro pasó volando por delante de nosotros. Nos extrañó que se atreviera a volar con aquel calor, pero no dijimos nada. Medio minuto después volvió a pasar, un poco más cerca, en el otro sentido. Yo lo miraba sin mover la cabeza siquiera, solo los ojos. Y cuando creía que ya no iba a volver llegó con un vuelo titubeante, como asustado, y se plantó delante de nosotros, a un metro de nuestros pies. ¡Cómo nos miraba! Parecía agotado, a punto de caer redondo. Skeirid sabe mucho del desierto, y no necesitó más que señalar la botella de agua para que yo entendiera: el pájaro tenía sed, tanta sed como para atreverse a acercarse a dos hombres. Y ahí seguía, quieto. Todo lo despacio que pude, para no asustarlo, abrí la botella y puse un poco de agua en la palma de mi mano. Y sin hacer ningún gesto, la extendí hacia el pájaro. Seguía dudando. Miraba a Skeirid, me miraba a mí. Y poco a poco, pasito a pasito, se fue acercando, dudó un poco, retrocedió, volvió a avanzar hasta casi rozar mi mano, se detuvo, pero por fin se atrevió y… ¡bebió! Sentí el roce de su pico en la palma de la mano. Nada más beber salió volando. Skeirid sonreía. Yo también.
Al cabo de un par de minutos el pájaro volvió a posarse delante de nosotros. Esta vez fue Skeirid el que puso agua en el cuenco su mano y la acercó al pobre pájaro sediento. No lo dudó tanto. Se volvió a acercar y bebió otra vez. Y te juro que nos miraba a los ojos, moviendo su cabecita. Solo le faltaba hablar para darnos las gracias. Luego se puso un momento de espaldas, sin dejar de vigilarnos, levantó el vuelo y desapareció entre las copas de las acacias.
Hassana se quedó en silencio, con la manta por encima de las rodillas. Yo estaba conmovido. La historia del pájaro me recordaba a la de Buck, el perro de La llamada de la selva, de Jack London, que a punto de morir de frío no ve otra salida que acercarse a una cabaña junto a la que un hombre corta leña, y eso que está seguro, por terribles experiencias pasadas, de que el hombre lo va a matar con el hacha. Pero es eso o morir de frío en la nieve, y se sigue acercando al peligro; y cuando cree que el hombre levanta la mano para golpearlo… recibe una caricia. La misma situación, cambiando el frío mortal por el calor no menos mortal. Un pájaro, por instinto, se aleja cuanto puede de los seres humanos, pero el de aquel bosquecillo de acacias también había apostado su propia muerte a una posibilidad de vida.
Hassana repetía la escena, aún admirado por la valentía del pájaro, sin que sin embargo pareciera valorar su propio gesto, su compasión, haberle dado de beber parte de su agua; al fin y al cabo eso es lo que hace siempre, sea con quien sea, humano o animal. Esos instantes le habían acercado aún más a su amigo Skeirid. Yo hubiera querido profundizar un poco en sus sentimientos, pero algo arrancó a Hassana de su rara inmovilidad, y se fue como un torbellino a lo que hace siempre: resolver problemas, darse a los demás sin esperar nada a cambio. Siempre hay agua en el cuenco de su mano.
Yo me quedé solo. Cerrando los ojos imaginaba muy bien la escena, aunque tuviera que transformar el frío en calor. El desierto, el ralo bosquecillo, los dos hombres inmóviles, el pájaro valiente… ¿Cómo lo viviría el pájaro? No sé por qué, imaginé que más bien era una hembra, que había vencido el miedo por sus pollos; el instinto de la vida. No era improbable que así fuera. Pero, me dije, si ella pudiera contárselo a un viajero del desierto, ave o humano, por ejemplo a mí, ¿cómo se lo contaría, qué le diría?
Entonces, algo me sacó a mí de mis reflexiones, pero ahora, en la paz que me proporciona mi lugar de trabajo, me puedo poner en el lugar del pájaro, me puedo ver a mí mismo convertido en pájaro, y “escuchar”:
“El sol parecía ir a fundir la arena. El calor era tan abrasador que no podía posarme en el suelo sin que me quemara las patas. Mis pollos, en el nido, ya no se movían. Tal vez estaban muertos. Y volar era un suplicio. Necesitaba agua, o una brizna de hierba verde que contuviera un poco de humedad para llevarla al nido, salvar la vida a alguno de mis pollos, pero no había nada, nada. Había visto ya a otros pájaros rendidos en la arena, bajo los árboles; algunos muertos, otros inmóviles, el pico abierto, buscando aire. No podía más, y ya me abandonaba a la muerte cuando vi que llegaba una de esas máquinas ruidosas que aparecen en el desierto de vez en cuando, y que no traen nada bueno. El primer impulso fue escapar, pero ya no podía más. De la máquina se bajaron dos demonios. Esos seres enormes, sin alas, a los que tengo más que miedo, de los que debemos huir todos los pájaros. Se sentaron a la sombra de su propia máquina y se quedaron quietos, seguramente tan asfixiados y sedientos como yo misma. Me asomé desde el nido, observando a los demonios. Uno de ellos sacó un objeto, lo destapó y echó la cabeza atrás para… ¡beber! Agua, tenían agua. Sin duda, aquello era agua. Yo tenía miedo, terror, pero ellos tenían agua.
Apenas me quedaban fuerzas, pero la poca vida que aún había en mi cuerpo y la de mis pollos me hicieron vencer el miedo. Tal vez pudiera alcanzar el agua. Volé, desde las ramas del árbol, pasando cerca de los demonios, hasta otro árbol. No se movieron. El segundo demonio también bebió, levantando la cabeza y la boca, y el agua brillaba desde el objeto hasta su boca. Mi vida ya no valía nada, pero por la de mis pollos… Así que volví a volar, esta vez más cerca aún de los demonios, para ver qué hacían. Nada. Tampoco se movieron, aunque al menos uno de ellos me había visto, estaba segura. Qué miedo tenía yo, pero… tenía más sed que miedo. Agua. Agua. ¿Y si me acercaba un poco más, para ver si se les caía aunque fuera una gota de aquella cosa que se llevaban a la boca? Y bajé al suelo, justo delante de ellos. De sus patas largas. Me vieron, y tampoco hicieron nada; no parecían querer matarme. Un pasito más cerca, otro. Los demonios se miraron el uno al otro. Y el que tenía más cerca tomó aquella cosa, abrió el extremo del que salía el agua. ¿Qué iba a hacer? Dos pasos hacia atrás, por si acaso. Lo que hizo fue echar agua en una de sus patas desnudas. Podía oler agua, el agua. Y él extendió su mano hacia mí, con un charquito de agua en su lecho. ¿Me la ofrecía? ¿O era una trampa para matarme? Estaba segura de que eso era, pero pensé en mis pollos; si no me arriesgaba, morirían. Y, al fin y al cabo, yo también. Qué más daba. Me volví a acercar un poco. El agua estaba en el hueco de su mano desnuda, ante mí. Estiré el cuello todo lo que pude… Y bebí. O no, no bebí. Almacené el agua en el buche y antes de que fuera tarde salí volando hacia el nido. Podía tragar el agua, pero no lo hice. Allí estaban mis pollos, quietos, los ojos y los picos cerrados. Los toqué un poco con el mío, y se despertaron. Abrieron la boca, como cada vez que llegaba al nido. Y deposité en cada pico unas gotas de agua fresca… Revivieron. Me quedaba apenas una gota en el buche, la tragué. Vida. Aguardé un momento y me pregunté si podría conseguir un poco más de agua de los demonios. Volví a bajar, me puse de nuevo ante ellos. Y el segundo demonio hizo lo mismo que el primero: Abrió la cosa, puso agua en el hueco de su mano. Más confiada, me volví a acercar. Estiré el cuello y hundí el pico en el agua. En la vida. Esta vez bebí, bebí. Para conservar la vida, para encontrar algo con lo que conservar la de los pollos. Levanté los ojos hacia los gigantes. Me miraban. Ya no parecían tan malos. Me separé un poco. No sé lo que quería. Abrí el pico, me giré un poco, les ofrecí mi cuerpo, mi vida, porque no tenía otra forma de darles las gracias. Me miraban. Hubiera querido… No sé lo que hubiera querido. Me fui volando hasta el nido, a la sombra. Pasado un tiempo los vi levantarse y meterse en su máquina del ruido. Que rugió, que comenzó a moverse. Se fueron.
Un día después, refrescó.”
Así lo habría contado ella, supongo. Pero no podía. Hassana sí que había podido, podía, y aquí estoy yo, llevando a mi memoria, antes de que toda mi memoria se extinga, su pequeña historia. O no tan pequeña, porque lo que vivieron Hassana y Skeirid fue un raro contacto entre dos clases de seres vivos tan distintas. La suya, la de las aves, tiene una evolución lenta, muy lenta, porque les falta algo que nosotros poseemos: precisamente eso, la capacidad, la posibilidad de poder contar una historia a los demás seres humanos. Y esa capacidad nos ha hecho tal como somos, para bien y para mal. En ocasiones, las más, se ha usado, por ejemplo, para contarles a los otros cómo se puede cazar a un pájaro y comérselo. Si la hembra que venció el miedo para dar de beber a sus pollos pudiera contarles lo sucedido a otros pájaros, estos aprenderían algo bueno, algo hermoso, que ese momento de compasión entre dos hombres y un pájaro era, es posible.
No puedo decirles nada a los pájaros, o aunque pudiera no iba a servir de nada. Pero sí a los demás seres humanos, a ti. Y es muy sencillo: si podemos contar historias, si esa extraña capacidad que solo tenemos nosotros entre los casi dos millones de especies vivas distintas que hay en la Tierra, y de momento, que sepamos, en el Universo, es la que nos ha hecho como somos, tal vez tenemos que hacerlo; tal vez contar historias no es una posibilidad, sino una obligación. Por eso, cada vez que encuentro en mi vida algo que me emociona, como la pequeña historia que Hassana me contó un día de lluvia en el Sáhara, lo intento.
Por eso escribo.
Gonzalo Moure

2 respuestas a EL PÁJARO Y LOS DOS DEMONIOS (Un relato)

  1. Precioso relato Gonzalo…y una fortuna que pudieras estar junto a nuestro particular demonio volador de Hassanna en su único rato de descanso en años.

  2. Sentada aquí, en un banco de La Granja, con 4 grados de temperatura, he leído tu relato, Gonzalo, y me ha emocionado a tal punto que un lugareño se me ha acercado para ofrecerme un pañuelo en el cuenco de su mano. Con frío, con calor, que importante es una mano tendida. Muchos besos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *