EL NIÑO DE LA SANDÍA

Sorolla pintó la luz. Pintó lo intangible: el alma, la herida, el alivio de la sed en la frescura de la sandía que sostiene el niño. Y nosotros, espectadores, advertimos en la pincelada suelta y ancha la violencia del sol que atraviesa un emparrado que no vemos, pero sentimos. La sombra protectora, la expresión incierta del niño, el vendaje en la rodilla.
En la foto anónima, casi hermana del cuadro de Sorolla, también hay luz. Es una luz plana, uniforme, que resalta el rojo de la sandía de papel y se extiende y concentra en esa otra luz más potente que emana de la sonrisa del niño. De sus ojos juguetones, ilusionados.
No hay sandías en la hamada, no hay emparrados que protejan con su verdor del sol, no hay vendajes para la herida. Y sin embargo, mientras esperan su regreso a la tierra de la que fueron expulsados, el niño inventa, alivia la sed con un trozo de papel, calma la herida con el juego que hace que lo imposible suceda. Porque mientras haya un pájaro que les traiga buenas noticias –libros, jardines, esperanza– la luz de esa sonrisa lo inundará todo. ¿Cómo la pintaría Sorolla?

Mónica Rodríguez

 

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