VIENTO EN LOS CORAZONES


Este es el cuento lleno de esperanza que aporta una nueva voluntaria, Felicitas Rebaque, Felichu. 

Un precioso alegato, perfecto para explicar a los niños lo que está sucediendo…

                                  VIENTO EN LOS CORAZONES

Un viento extraño soplaba desde el amanecer. Apareció de pronto, así­ sin más, al mismo tiempo que el sol, como si se hubieran dado una cita. Un viento rebelde que formaba remolinos de arena  y jugaba al escondite con  las lonas de las jaimas. Las batí­a, se alejaba y todo quedaba quieto. Uno, dos, tres, cuatro…y… aparecí­a  de nuevo sacudiendo lonas y arena , revolviendo el pelo del  pequeño Ahmed.

Habí­a pasado la noche despierto. Las mujeres musitaban plegarias y los hombres hablaban en voz baja. Los susurros se habí­an sucedido hasta casi la salida del sol, cuando el cansancio enmudeció a todos y trajo al silencio. Pero él ya no pudo atrapar al sueño. Era pequeño, pero no era tonto. Llevaba varios dí­as viendo la cara de preocupación de sus padres y escuchando las conversaciones de los mayores pendientes de las noticias que iban y vení­an.

Sabí­a que alguien sufrí­a, que una mujer de su pueblo, Aminetu, lejos, luchaba por su tierra, por sus hijos, por su familia, por ellos. Eso decí­a su padre. Y si su padre lo decí­a es que era verdad. Su padre nunca mentí­a. Habí­a dejado de comer y no volverí­a alimentarse hasta que no la permitieran regresar a El Aaiún, al verdadero Aaiún con sus hijos, con su familia. ¿Qué podemos hacer desde aquí­? Habí­a preguntado angustiada su madre. Poca cosa, le habí­a contestado el padre. Confiemos en que la intercesión de voces poderosas hagan el milagro y pueda regresar.

Le chillaron las tripas. ¡Hambre! í‰l casi siempre tení­a hambre. Se imaginó lo que podí­a ser estar muchos, muchos, muchos dí­as sin comer. Hasta la muerte. Hasta la muerte. El hambre le subió a la garganta y le estrujó el corazón.  Se apretó el estomago para hacerlo callar. Todaví­a no habí­a amanecido, tardarí­a en desayunar. ¡No! decidió de pronto. No desayunarí­a. Si Aminetu no comí­a, él tampoco lo harí­a. Hasta la muerte.  Esas voces poderosas podrí­an hacer mucho, pero él también querí­a ayudar. Su voz apenas se oí­a más allá de su jaima, y eso cuando gritaba fuerte. No llegarí­a a los oí­dos de los que impedí­an que Aminetu regresara, pero  ella sí­ que podrí­a percibir el apoyo de su pueblo,  que otros pueblos defendí­an su causa. También él, que acababa de cumplir siete años. Se palpó las costillas y los dedos  se hundieron entre ellas. Las tripas volvieron a quejarse.

Y entonces llegó el viento.

Le gustaba escucharlo acostado en su manta golpear contra la lona. Pero ese viento era extraño… parecí­a que…no, no podí­a ser… ¡El viento hablaba! El viento estaba lleno de palabras. Pensó en avisar a su madre, pero… mejor no. ¡Cosas de niños!, dirí­a.

Habí­a salido fuera sin hacer ruido, evitando despertar a su familia. Todo estaba quieto, en silencio. El sol se desperezaba en el horizonte, brillante, haciéndole achicar los ojos hasta dejarlos como dos punzones negros. ¿Y el viento? Iba a regresar dentro cuando apareció de sopetón y le golpeó la espalda. Se arremolinó sobre él, aturdiéndole un poco. Después se alejó saltando  de jaima en jaima.

Y allí­ estaba desde el amanecer, parado delante de la puerta de la jaima  escuchando lo que decí­a el viento.  En sus ráfagas racheadas iba esparciendo palabras;  las soltaba y las recogí­a  para después dejarlas de nuevo libres… las palabras libres… las voces libres… el viento libre. El hombre es libre, decí­a el viento. ¡Libre!

¡Claro! ahora comprendí­a por qué nunca pudo coger al viento. Sus amigos apresaban  moscas y escorpiones y los metí­an en un frasco de cristal,  pero él querí­a atrapar al viento, a las estrellas o a la luna que plateaba las jaimas porque habí­a dí­as en que no habí­a viento, y noches sin luna y sin estrellas. Y a él le gustaba sentirlos y tenerlos cerca, siempre; como siempre tení­a cerca el rostro de su madre y la mano áspera de su padre que no escatimaba caricias.

 Un dí­a en el que el siroco soplaba con fuerza  habí­a salido con un frasco de cristal, de boca ancha, y lo habí­a puesto en su contra. El viento entraba, pero tan sólo dejaba en su interior algunos de los granos de la arena que arrastraba. Ni rastro del viento. Otra vez puso agua en el barreño de la cocina, salió a la noche y esperó a la luna. Al poco apareció, llena, grande,  blanquí­sima, cercana, tan cerca que parecí­a que la podí­a acariciar. Movió el barreño hasta que la luna quedó sumergida, pero sólo pudo retenerla un rato; después, a pesar de sus esfuerzos, la luna se marchó.

Y ahora lo entendí­a, la luna y el viento eran libres, por eso nunca los pudo encerrar en un frasco de cristal o en el barreño de agua. Libres, igual que las palabras, igual que los hombres. Libres. Las palabras son libres. Las palabras que llevaba el viento hablaban de libertad, de respeto a la libertad

¿Yo también soy libre?, preguntó al viento. Así­ es, le contestó revolviéndole el pelo. Se acordó de la mujer de la que hablaban sus padres ¿Y Aminetu? Ella también. ¿Por qué entonces no puede volver a su casa? ¿Por qué se va a morir? ¿Está presa? El viento no respondió pero sopló con más fuerza, tanta que Ahmed creyó que le iba a tirar al suelo. Tan fuerte soplaba que llegó a pensar que se habí­a enfadado con él. Puede que le hubiera hecho una pregunta inoportuna. El viento seguí­a  silbando furioso,  enfadado, y Ahmed no se atrevió a preguntar más. Se concentró en intentar comprender las palabras que racheaba y  escupí­a igual que  el camello encabritado  se niega indómito al roce de la silla y al tirón de la anilla en su nariz.

Otra nueva voz, una voz de gigante, intentaba elevarse sobre las otras voces.  «No, no, no» decí­a esa voz grave y poderosa. Las demás seguí­an hablando de dignidad, de derechos humanos, de libertad.  Ahmed desconocí­a el significado de aquellas palabras pero debí­an de ser muy buenas e importantes porque las voces que clamaban frente al «no”  eran muchas, muchas. Pero la voz de gigante seguí­a estrellando sus «no, no, no” contra ellas.  El viento comenzó  moverse aún más rápido. Se retorcí­a arriba y abajo como cuando se produce una tormenta de arena. Parecí­a que quisiera  expulsar a esos «noes” que se hací­an cada vez más fuertes.

De repente, un nuevo sonido se elevó sobre todo. No eran palabras, no era el viento, era  el golpe de un tambor: «toc, toc.toc.  Un golpeteo que parecí­a venir de muy lejos. «toc, toc, toc” y que sonaba cada vez más tenue. Las voces se iban acallando según que el «toc, toc… toc……” se debilitaba.  Hasta la de gigante dejó de oirse.

El viento también escuchaba, y el sol se iba apagando con cada golpe. Todos escuchaban ese «toc, toc,toc” que por momentos se hací­a  más débil,  casi imperceptible. Ahmed se asustó. No sabí­a qué estaba ocurriendo pero percibí­a que era algo muy grave. El viento quieto, el sol poniéndose por la mañana. El tambor cada vez  se oí­a más lejos como si fuera un eco, lejos, lejos, lejos. Amhed comenzó a oir otro tambor, pero este sonaba dentro de él. Los golpes eran fuertes y rápidos. Su corazón le golpeaba el pecho: «toc, toc, toc”. ¡Su corazón! ¡Era el latido de su corazón!  El suyo fuerte, el otro, apenas un murmullo, se extinguí­a agotado, a punto de detenerse. Cuando el corazón se para se termina la vida. Eso  lo sabí­a Ahmed

Nadie se lo dijo, pero él lo supo: la mujer  por la que estaban tan preocupados sus padres, por la que el viento habí­a hablado, agonizaba.  Aminatu se morí­a. Y Ahmed sintió como un pedrada en la frente cuando el «N0” de gigante se elevo de nuevo sobre las voces silenciosas. Habí­a que hacer algo y rápido; habí­a que lograr que el  corazón de Aminatu siguiera latiendo. Pero…¿ qué podí­a hacer él? Tan pequeño, tan lejos… Las lágrimas brotaron como el agua detenida. Le entraban por la nariz y le ahogaban. Era un llanto como Ahmed nunca habí­a llorado. Un llanto impotente y amargo. Cayó de rodillas y estrelló  su rabia  contra el suelo.  El latido ya casi se oí­a, con esfuerzo se adivinaba. El sol se habí­a cubierto con un oscuro velo. Las palabras que antes llevaba el viento, ahora se habí­an metido en su cabeza y se repetí­an sin cesar:   «libertad, el hombre libre, la fe  libre, el Sahara libre, el corazón  libre,  el viento  libre”. ¡í‰l querí­a ser libre! ¡También querí­a volver al lejano El Aaiun, el verdadero…! Como el viento, como la luna…Cerró los ojos fuerte, fuerte, concentrando  toda su fuerza en su mente y en su deseo. Dos palabras salieron de sus  labios. Primero en un susurro: «sí­, sí­, sí­, sí­» para después elevarlas sobre las jaimas, hasta el cielo  en un grito: «Sí­ sí­, sí­â€. Y gritó, gritó  como no habí­a  gritado nunca mientras golpeaba, una y otra vez, el suelo con sus puños: «sí­, sí­, Sí­, Sí­, Sí, SI”.  

El viento se agitó de nuevo, las voces volvieron y se unieron todas a su grito: «Sí, Sí, Sí, Sí, Sí, Sí, Sí, Sí, Síâ€¦â€ El estruendo era inmenso.  Pero… ¡Un momento!  Ahmed se puso de pie de un brinco y escuchó por encima del clamor de los «Sí­â€. Le habí­a parecido…, creí­a haber oí­do… «toc, toc, toc”. Se puso la mano en el pecho. De nuevo volvió a escucharlo: «Toc, toc, toc, toc”. No, no era su corazón. ¡Era el  corazón de Aminatu!  Volví­a  a latir,  firme, fuerte. Ahmed palmeó las manos de alegrí­a. «Sí­, Sí, S퍻 cada vez era más potente el latido  de Aminatu:  «Sí, Sí, Sí, SI Sí, Sí, S퍅” La voz de gigante habí­a enmudecido.

¡El milagro! ¿Habí­a sucedido el milagro? Ahmed recordó las palabras de su abuela: «los milagros se producen cuando la fe se alimenta con la fuerza del corazón”.

El sol se habí­a despojado del luto y la mañana lucí­a brillante.  El viento se alejó cuando  la madre de Ahmed le llamó para desayunar. Antes de entrar en la jaima se limpió las lágrimas que todaví­a corrí­an por su cara,  se sorbió los mocos y  escuchó de nuevo. El aire ya sólo tení­a un sonido: «toc, toc, toc,toc ” el latido del corazón de Aminatu. El latido del pueblo saharaui.

 

 Este cuento  fue escrito  un dí­a en el que el corazón y la fe del mundo se abrazaron a la libertad.

 

Felicitas Rebaque de Lázaro.

Diciembre de 2009. 29 dí­as de huelga de hambre.

 

 

 

1.225 respuestas a VIENTO EN LOS CORAZONES

  1. Emocionante, bellí­simo, tierno. Gracias, Felichu.

  2. Querida Feli, Aminetu te ha ayudado a escribir un cuento tan especial que lo he podido leer de principio a fin. Ya sabes que no me gustan los cuentos, pero es que éste es un cuento diferente. Un beso y ánimo, fuerza en ese coraje tuyo. M. Márquez.

  3. Precioso relato, Feli. Escrito desde muy adentro. Muchas gracias por compartirlo.

  4. Leyéndote, Felicitas, le dan ganas a uno de ponerse a luchar contra todos los gigantes sordos, gordos, lerdos y bigardos que amedrentan a los enanos hasta el punto de hacerles creer que contra nada se puede luchar. Gracias. Javier Abelardo.

  5. Querida Felichu, el sonido del viento, que lleva aires de libertad tiene, por fuerza, que llegar a esos corazones poderosos y hacerles entender que todo ser humano, por serlo, nace libre.
    Precioso, mi niña…

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