
Como cada tarde cuando el sol comienza a caer detrás de las dunas, tiñendo el campamento de un dorado suave, un grupo de niños corren hacía la biblioteca bubisher. Se sientan en círculo, formando sobre el suelo una pequeña constelación humana en medio del patio, algunos cruzando las piernas, otros apoyando las manos detrás de sí, inquietos pero expectantes.
Habían esperado todo el día ese momento.
La joven bibliotecaria envuelta en su melfa color esmeralda sostenía un libro de tapas azules que todos reconocían. No era un libro nuevo ni brillante; sus esquinas estaban gastadas por tantos dedos curiosos que habían pasado sobre él.
Pero para los niños, ese libro era un tesoro, cada página guardaba un mundo al que podían viajar sin moverse del sitio.
Hoy no leeré yo, anuncio la monitora con una sonrisa. Hoy leeremos todos.
Un murmullo emocionado recorrió el círculo.
Cada niño leyó su párrafo. Así, el libro iba girando por el círculo. Cada lector imprimía su sello; la entonación risueña de uno, la voz firme de una niña, las pausas reflexivas de otra. El cuento avanzaba y el grupo se movía con él.
Cuando la última frase fue leída, nadie habló de inmediato. Permanecieron allí, unidos por una misma historia, respirando un mismo silencio lleno de imágenes.
Finalmente, la monitora cerró el libro con un gesto suave.
Hoy – dijo-no solo leímos un cuento. Lo construimos entre todos.
Los niños sonrieron. El círculo se deshizo lentamente, pero algo de él permaneció: una complicidad nueva, un pequeño secreto compartido en voz alta.
Cándida Santiago






