Entre la soledad deseada -esa que solemos buscar para huir del mundanal ruido, imprescindible cobijo para la reflexión sosegada, la creación artística o literaria, la investigación científica, el estudio o la necesidad de encontrarse con uno mismo- y la soledad impuesta -a la que nos obligan las circunstancias, muchas veces agravadas por la edad o cualquier otra condición vital-, nos asalta la soledad intrínseca del hombre en la tierra. De ahí que pueda decirse que, de alguna manera, siempre estamos solos: ante los demás y también -valga la paradoja- ante nosotros mismos, ante el incomprensible misterio de la vida y la muerte.
Sin embargo, la cualidad de esta soledad está siempre en la mirada del otro: en la atención -generosa o interesada, tanto da- que alguien nos presta, en su odio o desprecio que -tal vez sin pretenderlo- al menos nos hace visible, en su ausencia que -en su deliberada indiferencia- nos hunde en una profunda sensación de abandono. Ocurre con las personas y con los pueblos. Pueblos que ansían la soledad como espacio necesario para construir, sin la repulsiva injerencia de otros pueblos, su propia identidad. Pueblos que, al mismo tiempo, huyen de la soledad obligada, aquella que imponen otros pueblos para escarnio ajeno y beneficio propio. Pueblos que día tras día -durante años y lustros y decenios- sufren la ausencia de la mirada del otro, la deliberada indiferencia del resto de los pueblos del mundo. Ese es el grado supremo de la soledad, aquel que sume a los pueblos en el abandono, en el desamparo, en el olvido decretado por los ojos que han decidido no ver.
Por eso, la inmensa soledad -producto del abandono, el desamparo y el olvido- que habita en el desierto requiere de nuestra mirada atenta -generosa o interesada, tanto da- para hacerla visible, pero también nosotros -los que habitamos en la distancia de esa arena infinita- necesitamos del brillo de vuestra mirada -dolorosa o risueña, tanto da- para conllevar la soledad intrínseca del hombre en la tierra.
Marcelo Matas de Álvaro