Si te pones al sol y cierras los ojos, ves todo rojo. Es sangre, dirás. Y tienes razón, es sangre. El pueblo saharaui vive desde hace casi cincuenta años bajo un sol impasible y cruel, y cuando cierra los ojos, ve todo rojo. Es el rojo oscuro del estado invasor, del sultanato del norte, y es una pesadilla sin fin. Rojo ven también los doscientos mil saharauis que viven en la ocupación y rojo ven sus hijos, que en la escuela tienen que cantar el himno del invasor bajo la sombra de su bandera roja. Rojo ven cuando de noche cierran los ojos los más de cuarenta saharauis que quieren deportar desde Barajas a las mazmorras, en las que el rojo de la sangre se derramará por el suelo; rojo es el color de sus pesadillas, y rojo de vergüenza me pongo cuando dicen que lo hacen en mi nombre. De un rojo pálido y desvaído es la indiferencia de mi pueblo, que no parece darse cuenta de que el Sáhara es nuestra Palestina, de que jamás podremos pagar todo el daño que el silencio ha hecho a todo un pueblo del que solo parecíamos querer sus fosfatos y sus peces. Por eso, cuando alguien nos pregunta qué se nos ha perdido en el Sáhara, contestamos que no se nos ha perdido nada, que hemos encontrado la esperanza, que la cultura es la respuesta, que sea cual sea el destino del pueblo saharaui solo la identidad, la cultura, les hará sobrevivir. No hemos perdido nada, hemos encontrado un color mejor: el verde.
Gonzalo Moure