Hay drones y drones.

Unos arrebatan vidas, otros engendran alegría.

Unos son de fabricación extranjera y están llenos de dolor, y otros son fruto del ingenio de sus pequeños creadores, y están  llenos de color.

Unos persiguen con ahínco suicida  sus objetivos con el ánimo de destrozarlos y otros solo persiguen provocar sonrisas cuando se estrellan en el suelo.

En el Sáhara los hay de las dos clases.

Cuando aparecen sobrevolando por algunos territorios fronterizos, no se trata de un juego, su vuelo es mortífero: tanto quien los fabrica como quien los compra sabe que no son para jugar, conocen muy bien los destrozos que provocan.Y los perfeccionan para que sigan siendo cada vez más letales. Y el que los vende, encantado, nuevos pedidos, más madera, es la guerra.

Los drones de los niños de los campamentos, como el de la fotografía, son de fabricación casera, su tecnología es todo lo puntera que puede dar de sí el ingenio de una criatura, y no se propulsan mediante técnicas sofisticadas y a distancia, no, son de tracción manual. Cuando surcan el cielo, este permanece limpio, no hacen más ruido que el sonido que emite el niño con sus risas, y su radio de acción es más bien pequeño, los tejados de los beits suelen ser sus cementerios.

Yo quiero mi biblioteca del BUBISHER convertida en un campo de batalla entre estos drones infantiles  y algunas cometas juguetonas, de esas  que esparcen en su vuelo metralla de caramelos y chuches, yo quiero que sus balas trazadoras tracen únicamente estelas multicolores, que las víctimas colaterales sean solo las abuelas que, sentadas a la puerta de la jaima, reciban algún que otro aterrizaje fallido de la aeronave, que el rey que surque el cielo, a modo de pacífico Barón  Rojo, sea el bueno de Antoine de Saint-Exupéry haciendo un looping y dos giros en picado para delicia del respetable infantil que le miraría extasiado.

Y a los otros drones simplemente no los quiero ver ni en pintura.

Javier Bonet