Se dice que el libro es un utensilio con un diseño perfecto, un invento -como las tijeras o la rueda o la cuchara- que ya era inmejorable desde el mismo momento en el que se creó. Pueden darse modificaciones meramente formales -tamaño, grosor, motivos de la portada, colores, tipografías, etc.- que para nada alteran la esencia del producto, ese “Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, según el diccionario de la RAE. Sin embargo, a esta definición académica, que acota con tan aséptica precisión el objeto, le falta el vuelo que al libro le imprimen las palabras que contiene, ese íntimo sentido -o sinsentido, según- que a cada lector le suscita el texto escrito en sus hojas: la conmovedora revelación de la poesía, la imaginación por donde, surcando infinitos mares, navegan las historias de siempre jamás, la sorpresa con la que aún nos inquietan y alivian los cuentos clásicos, la invitación a pensar de nuevo todas las cosas tantas veces dichas y escritas, la alegría y la tristeza y el miedo que continuamente nos despiertan todos los cuentos del mundo. Por eso, como dice el filósofo Emilio Lledó, “los libros nos dan más, y nos dan otra cosa”, sin olvidar nunca que “los libros nos leen también porque sus palabras son miradas que se reflejan en el cristal, aún limpio, de nuestros primeros pasos en el conocimiento”.
En las bibliotecas Bubisher, al mismo tiempo que una niña lee el cuento de La princesa Luna y el príncipe Sol, surge la magia de la imaginación. A su izquierda, la mismísima princesa Luna ilumina con sus ojos inmensos la rotunda noche del desierto, y a su derecha, el príncipe Sol despliega su risueña mirada, feliz por la luz y la voz de la niña que está leyendo el cuento.
Marcelo Matas de Álvaro