Ayer soñé con Platero. Sí, sí, con Platero, el plateado burro andaluz, pero era un sueño muy extraño: Manolo García, sí, sí, el último de la fila, le había subido a sus aviones plateados y rozando los tejados miraba libros de pintura que había tomado prestados del Bubisher de Smara.
El pequeño peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, parecía más que un burro, un toro de plata, como la escultura de Richard Orlinski. Estaba uncido a Silver, el caballo de El Llanero Solitario y los dos formaban parte de una plateada viga en la que iba montado Najibgonza, un niño que, extrañamente, lucía una poblada barba blanca, como de plata; de la viga colgaba una escalera que brillaba, radiante, como la cola de un traje de novia.
Iba surfeando gigantescas dunas de arena brillante hasta que llegó a una con forma de gran elefante en la que estaba sentado El principito. Descansó un rato con él, charlaron animadamente y el niño coronado le retó a realizar una tarea propia más bien de los antiguos héroes griegos: tenía que llegar hasta el planeta donde habitaba el Señor Carmesí, que jamás ha aspirado una flor, y por tanto, jamás ha mirado una estrella y jamás ha querido a nadie.
Antes tenía que conseguir esa flor, que no era una flor cualquiera, era la flor de plata que se encontraba en un lejano lugar al que únicamente podían acceder los niños cuyo índice de imaginación fuera superior al número de granos de arena del Sáhara. Ese requisito lo cumplía con creces nuestro amigo, pero ¿dónde se podía encontrar esa flor? Saint-Exupéry le había chivado de camino que estaba muy lejos, entre Potosí y el Mar del Plata. Y allá que se fue cruzando los mares en su viga alada.
Un boliviano le dijo que ya no quedaban de esas flores, las habían esquilmado todas hacía ya siglos, que buscara tal vez en Argentina. Cerca de Buenos Aires, un hincha del Boca le dijo que ya no quedaban, las había fundido el actual gobierno de Milei para paliar la crisis y ahuyentar el corralito. Nuestro héroe no entendía nada, no sabía qué era eso del corralito, pero tuvo que salir por piernas, por alas, pues algún ministro veía el carruaje tan ostentoso como apetitoso, dada la situación, y regresó al desierto.
Vagó y vagó sin éxito y, desesperado, cuando estaba ya casi rendido, se sentó un momento en el jardín de la biblioteca de Dajla, que, debido a las lluvias torrenciales caídas esos días, florecía con un verde espectacular. Se recostó hasta que le entró un sueño profundo del que le despertó el canto mágico de un pájaro de color plateado, con fondo negro y blanco, en cuyo pico llevaba una preciosa flor de plata, no sabría decir si era una rosa, parecía muy frágil, sin espinas, con una sola hilera de pétalos.
Por fin lo había conseguido, el resto de la odisea era más fácil, no tenía más que trepar en su escalera de luz de plata hasta su amiga la Luna y ofrecerle la flor al señor Carmesí.
Ya estaba casi llegando cuando de repente… zas, pisó mal, se resbaló y la flor de plata se le escurrió de la mano. Najibgonza se lanzó hacia abajo deshaciendo el camino e intentando agarrar la flor; cada vez que parecía alcanzarla, esta se le iba de las manos. Una y otra vez. Parecía imposible.
Entonces…
Entonces sonó el despertador y, asustado, empapado de sudor, me incorporé en mi cama. No os lo creeréis, debajo de la almohada había una moneda de plata.
Y no, yo no creo en el ratoncito Pérez y ya solo se me cae el pelo, no los dientes.
Javier Bonet