KORI, REENCONTRADO

Llegué hace 26 años al Sáhara solo. De noche. Sin luz, con frío. Los campamentos eran entonces pura supervivencia, la hamada, casi la nada. Me dijeron que “aquí iba a dormir”. Una jaima, junto a unos cuartitos de adobe. Mi anfitrión, Chej, me dejó solo. Extendí el saco, a luz de la linterna, sobre la estera. Iba a meterme en él cuando por la puerta entró un niño de poco más de seis años. Pelado al cero, iluminado con una sonrisa inolvidable. Toma, me dijo. Y me daba un trozo de tela negra, perfumada. ¿Y esto? Alzam, me dijo. ¿Turbante? ¡Ehé!, turbante. Pero no sabía cómo ponérmelo. Mi maestro de alzam fue un niño de seis años. ¿De parte de quién? ¡De mí, para ti! Ah, y ¿por qué…? Porque si tu no alzam, tú el bérret. ¿El bérret? Hizo el gesto con sus dos brazos. ¿Frío? ¡Ehéeee! Si tú no alzam, tú frío. Luego me sacó a pasear bajo las estrellas. ¡El nuyum! ¿Y la luna? ¡El gamar! Y la mano, leid… Me volvió a llevar a la jaima, cogidos, leidi fi leidi, mano con mano. Yo, Gonzalo, ¿tú? ¡Kori!

Tres años después, una vecina suya, sorda, me preguntó si los camellos hablaban. Yo improvisé para ella un cuento que titulé “Palabras de Caramelo”. El cuento de un niño sordo que amaba a un camellito. El nombre (y el rostro, y la sonrisa) que le di fue Kori.

El 10 de febrero de este año estaba trabajando con otros diez maravillosos voluntarios en la biblioteca de Bojador. Salí a dar un paseo por los alrededores. ¡¿Gonzalo?! Sí. Kori. Qué abrazo tan cálido, cuántos recuerdos compartidos… Cuánta vida. Le llevé a la biblioteca. Os presento a… Kori. Me costó no llorar. A mis compañeros también. Me cuesta, mientras escribo. Me queda la palabra. Y la imagen. Kori. Un niño bueno. Un hombre mejor aún, si cabe. Fiel a su pueblo, fiel a la memoria, para qué decir más.

Gonzalo Moure

 

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