SALEH
Saleh dejó de ir a la escuela cuando apenas tenía ocho años. A esa edad, sus padres decidieron regresar a la badía, ese territorio sin más límites que las montañas y las llanuras que cercaban un horizonte que resultaba casi infinito, y donde el cielo nocturno parecía poner las estrellas al alcance de la mano. De su madre, Leila, aprendió el nombre de las constelaciones que guiaban a caravaneros y pastores en sus en sus largos recorridos por el desierto. De su tío Hassana, a otear con paciencia a los animales que pastaban entre hierbas y matojos y, sobre todo, a localizar las madrigueras de los lagartos de arena.
Los lagartos de arena eran, para Saleh, la esencia del desierto.
Ricardo Gómez