Ahí los tienes sobre una tela multicolor en el patio de la biblioteca Bubisher de Smara. Como juegan y leen pueden viajar a donde quieran y para que el viaje sea más ilusionante las bibliotecarias y bibliotecarios saharauis del Bubisher, además de clasificar, prestar y tejuelar los libros, han plantado unas moringas que puedes ver allá en el fondo agitadas por el viento como en los viajes de Simbad el marino.

Han nacido en un campamento de refugiados. Podríamos hablar de las altas temperaturas, de vivir con los suministros que, cada vez de modo más ajustado, envía el Programa Mundial de Alimentos, pero seríamos injustos con su infancia si no habláramos de sus sueños.

Ahí están jugando con unos dragones que escupen fuego, con una camiseta de un equipo de futbol de un país lejano del que un día fueron ciudadanos sus padres y abuelos, con un tocado de flores propio de una princesa de ébano.

Muchos, acogidos en el verano por familias entusiastas, han viajado a España y te cuentan cómo bajaban a la playa de San Lorenzo, en Gijón, por la Escalerona o cómo se bañaban en una poza del río Eresma en Valsaín, o cómo paseaban por Écija, por Vigo, por Coslada o por Rivas-Vaciamadrid…

Pero en el largo curso escolar que transcurre lentamente en los campamentos pueden viajar por todo el mundo a través de los libros y los juegos: han visitado el Tíbet, Argel, Londres, la Rusia de los zares, la lejana China, todos y cada uno de los países americanos, Cuba… y también jaimas de la memoria donde habitan seres de todo tipo…incluso un ser que bajaba de la Luna por una escala de plata.

El viejo voluntario que contempla esta escena también pudo viajar  -gracias a la mágica presencia de estos niños- por encima de los muros de la vergüenza y visitar el instituto de su niñez, en el Aaiún y recordar a sus compañeros de curso…a Mohamed Salem “Paquito”, a Chej Randam o a su hermana Zahra. Porque todos somos hijos de nuestra infancia

Emilio Sánchez