Esta es Jalifa, esta es su mirada. En ella está la historia de su pueblo, el saharaui. Están su resistencia y su lucha, el exilio y la hamada, ese desierto al que llaman el de los dos infiernos. Pero también están el mar y el cielo anchísmo de su Aaiún natal, en la tierra ocupada. Están la jaima tradicional de pelo de cabra, el pan cocinado sobre la arena y los pasteles de dátiles. Aún hoy, sus manos elaboran el cuscús de harina de trigo y cebada frotando con paciencia en el “tabag”.
Esos ojos vieron el horizonte llenarse de banderas rojas y la devastación de los marroquíes que ocuparon su tierra. Y vieron los largos caminos del exilio, a pie, junto a miles de saharauis, bajo las bombas y el sol del invierno. Jalifa tenía 15 años cuando llegaron a la hamada argelina. La primera jaima del exilio se levantó con las melfas de las mujeres saharauis. Junto a ellas, sobre el vacío que era ese desierto prestado, Jalifa construyó la vida y allí tuvo siete hijos. El mayor, Mohamed, quiso regresar a su tierra ocupada y gritar que esa tierra pertenecía a su pueblo. Levantó las manos, protestó y fue condenado a veinte años de prisión en las cárceles marroquíes. Hace demasiado tiempo que los ojos de Jalifa no ven a su hijo. Cuando reúne dinero, se lo envía. Llevan años que ni siquiera les dejan hablar con él.
Jalifa alimenta las cabras, amasa el pan, cuida de sus hijos y de sus nietos. Ninguno de ellos vio lo que ella: el mar, la ocupación, el éxodo. Nacieron en el desierto argelino de los dos demonios; solo el horizonte pedregoso alimentó su mirada. Las hijas casadas han construido su jaima alrededor de ella, como es tradición. La más pequeña, Amaina, no está casada. Tiene 22 años y es la niña que pasó con mi familia tres veranos. Amaina es la única de sus hijos que estudia una carrera universitaria. Lo hace en el norte de Argelia, lejos. Cuando termine quiere trabajar, ser reportera, contar lo que ven los ojos de su madre Jalifa. Como refugiada lo tiene difícil. La mirada de Jalifa guarda el gesto familiar de Amaina hasta su regreso en verano, cuando el sol les olbliga a resguardarse en un cuarto umbroso de la casa de ladrillo. Afuera hace cincuenta grados.
La mirada de Jalifa es dura, es paciente, es orgullosa. Contiene el pasado y el presente de su pueblo. También esconde una promesa. Cuando sonríe. La misma que late en los estantes de las bibliotecas del Bubisher y que algún día encontrará su nombre. Entonces la mirada de Jalifa será también el futuro de su pueblo.
Mónica Rodríguez