FLORES HUMANAS CUIDANDO FLORES VEGETALES.


Por la tarde, cuando el sol empieza a declinar y el desierto se vuelve más amable, el patio–jardín de la biblioteca Bubisher de la Wilaya de Auserd, se transforma en un pequeño milagro cotidiano. Allí, entre paredes blancas tantas veces golpeadas por el siroco, parecen guardar el sonido del viento y mosaicos rosados que reflejan la luz cálida del atardecer, los niños se reúnen alrededor de una mesa circular. No es solo un círculo de cemento, sino un hogar momentáneo, un nido de palabras.

La bibliotecaria abre un libro y, al hacerlo, abre también una ventana. Los pequeños inclinan el cuerpo hacia adelante, como si temieran perderse el primer soplo del cuento. Otros se apoyan suavemente en sus compañeros, tejiendo una red invisible de confianza. En ese instante, el mundo exterior, la arena infinita, la dureza del exilio, la vida suspendida de los campamentos queda detrás de los muros de la biblioteca defendiendo sus intestinos del implacable siroco. Lo que queda dentro es un oasis, literal y simbólico.

Porque este patio es un jardín en el corazón del desierto. Y allí ocurre algo extraordinario: flores humanas cuidan flores vegetales. Los niños, con sus uniformes azules o fucsias, parecen pétalos vivos alrededor de un tronco antiguo: la cultura.

Plantas verdes trepan por los rincones, sobreviviendo gracias al mimo de estas manos pequeñas que también buscan crecer.

Cada brote es una afirmación de vida.

La bibliotecaria lee. Ellos escuchan. Y después, llega el momento más precioso: reflexionar juntos. Levantan la mirada, preguntan, se preguntan. Comparan su mundo con el del cuento, descubren que la imaginación también es un territorio, uno que nadie puede ocupar. Ese instante de conversación, de pensamiento compartido, recuerda inevitablemente al té del atardecer saharaui: el primer vaso amargo como la vida, el segundo dulce como el amor, el tercero suave como la infancia que todavía intentan proteger.

Entre las plantas y las risas, entre las sombras que se alargan y las palabras que despiertan, el patio de la biblioteca se vuelve una metáfora del pueblo saharaui: rodeado de desierto, pero fértil; golpeado por el viento, pero en pie; apartado del mundo, pero lleno de futuro.

Allí, cada tarde, mientras una historia se despliega y los niños la hacen suya, el Bubisher cumple su misión más profunda: recordarles que incluso en la aridez del destierro, existen espacios donde todo florece. Y que, aunque vivan en un lugar donde el horizonte es de arena, ellos, los pequeños lectores, llevan dentro el mapa de un mundo sin límites.

Un lugar donde la cultura es semilla. La palabra, agua. Y los niños, las flores más resistentes del desierto.

B.Lehdad.

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