EL OLOR DEL EXILIO

El exilio sabe agridulce. Es dualidad. Su aroma está sujeto al tiempo y a su relatividad. Invocas el olor de tu origen, que con un poco de suerte, se pudo enlazar a una melodía pasada que hoy puedes cantar. Llamas a la puerta de la memoria. Invocas o inventas. Intentas e inventas. Quizá se pueda inventar.

Puestos a inventar, inventemos aquello que evite el éxodo obligado de cualquier lugar arrebatado. El debate sano, la amabilidad, la armonía es algo que existe. Existe, que lo hemos visto, olido, oído, tocado, saboreado. Ahora pongamos un poco de nuestra parte, hagamos por no involucionar más. Porque al igual que hay cosas que evolucionan, cambian o se pierden, otras deben persistir por derecho: la libertad.

El exilio huele a nostalgia, motor de cambio. El aroma a casa es bálsamo, tiene el tacto de un abrazo al presente, de un plato familiar caliente.

Decidir los aromas nunca fue fácil. Define la personalidad, define a la persona. Que se lo cuenten a Leyla, bibliotecaria de Bubisher de la wilaya de Ausserd, que describe con entusiasmo las distintas plantas aromáticas que echan a las brasas del Lubjur su abuela, su madre, su tía y ella misma. Cada una tiene su huella. “Sólo por el aroma, sé quién está en la jaima antes de entrar”. El humo lanza una llamada que se cuela por el alambre. El aroma echa raíces que crecen y crecen y se conectan a su lugar.

El Lubjur saharaui, como tal, ha permanecido durante décadas desde la costa hasta la hamada. Ese aroma es parte de una identidad, unifica tiempos, puntos geográficos y un mismo pueblo.

Hay cosas que no se pierden. Hay casas que no se pierden. Y eso, eso no se puede borrar.

María Pedraza

 

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