
Aisha está a punto de imaginar un gran cuadro. A sus pies, un libro y un folio en el que ha ensayado. La mano de Fatma, un círculo violeta, un rectángulo azul, pequeños motivos multicolores. Y a su derecha, la enorme superficie de lo que podría parecer una pantalla, tal vez, pero que más bien es el marco para un gran mural. Es el bibliobús del Nido de Smara. Aisha y ese espacio en blanco son las metáforas de toda una generación que crece en silencio, pero armándose en secreto para la gran batalla cultural que aguarda en un recodo del camino de la historia de todo su pueblo. Un pueblo ante un dilema, ante alternativas tan variadas como desoladoras. La rendición no es una opción, ninguna de ellas. Los viejos dirigentes harían bien en sentarse en la arena junto a Aisha, no para decirle lo que tiene que pintar, sino lo que tiene que enseñarles; el camino a seguir. La hammada vivió su Gernika en Um Draiga, pero han pasado cincuenta años y ahora no caen bombas, pero caen resoluciones de un organismo tan gigantesco y lejano como insensible. Harían también bien sus relatores y redactores compartiendo ese rincón remoto del desierto junto a la pequeña que rumia su idea al lado del muro aún vacío. Esa niña que satisface su hambre de conocimiento en una humilde biblioteca y un camión viejo y sueña con la dignidad, la única llave de la auténtica libertad. Atención todos: dentro de un minuto Aisha se levantará y les mostrará a líderes y relatores lo que puede una mano, diez, cien, mil pares de manos. Dibujado con el pincel de la dignidad, con las manos de una generación que abomina de la ignorancia. Aunque nos bombardeáis con la legión Condor del Consejo de Seguridad, sabremos pintar el horror, pero también la esperanza.
Gracias, Aisha.
Gonzalo Moure






