EL CORAZÓN DE LAS DUNAS

 

Las dunas, dicen, caminan. Las dunas, dicen, esconden rosas del desierto, como el regalo del niño del poema de Limam Boisha, que ofrece al visitante lo único que tiene, ramos de tempestad,. Y es que las dunas son estériles para la vida vegetal, pero fértiles para el corazón, dulces y bellas curvas para el espíritu del beduíno. En los campamentos, en la dura hammada, la gran duna de Ausserd es un regalo, un consuelo, la belleza, y en ella los niños saharauis hacen “sleha”, se dejan caer rodando o deslizándose por sus laderas, reconciliándose con el desierto. Quien no ha tomado un té en una duna, quien no ha dormido al menos una siesta en su tibio y suave colchón, no conoce sino la cara fea del desierto. Había una vez una bibliotecaria que luchaba con pala y escoba, cada día, con la duna que amenazaba con comerse a su biblioteca. Pero cada vez que clavaba su pala en su arena, le pedía perdón.

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