Una marea de niños, ese es uno de mis primeros recuerdos de los campamentos, allá por el 96. Apenas amanecía y me había despertado con la sonrisa de un pequeño llamado Kori iluminando la jaima. Me tomó de la mano y me dijo: ¿Vienes escuela? Voy. Y al salir al primer sol lo que me deslumbró fue aquella enorme y pequeña multitud, caminando con la mochila a la espalda hacia la “Escuela Brahim”. Y allí, esperando, un grupito de niñas y niños discapacitados, esperando el Land Rover que los llevaría a la “Escuela de Castro”. Toda la digna pobreza de los campamentos quedaba anulada por la dignísima riqueza de una educación obligatoria para todos ellos, sin separación de sexos, sin clases ni privilegios. Porque no lo hay mayor que el derecho a la educación y la cultura, la exclusión absoluta del trabajo infantil. Sigo sin creer que haya en toda África una tasa tan alta (casi absoluta) de alfabetización, ni tan baja de niños trabajadores (casi nula). Un estado que hace una apuesta tan fuerte y decidida por ese derecho fundamental del niño, tan fundacional derecho del hombre, es un estado admirable. Es verdad que había un hueco, el del derecho a la lectura, algo a lo que no llegaban los escasos fondos, y a lo que había renunciado España pese a ser aquel el único rincón de África en el que el español es la segunda lengua. Y ahí, para llenar ese vacío, nació el Bubisher. Ahora podemos decir con orgullo que el único trabajo infantil permitido en Smara, Ausserd, El Aaiun, Dajla y Bojador, es armarse de lectura y cultura para ser libres y elegir su destino. A ese trabajo sí que se apuntan. Obreros de la palabra.
Gonzalo Moure