En algún medio de comunicación hablado he oído decir que las olas de calor de este verano, como las de años anteriores, pueden ser tenidas como de calor sahariano o calor africano, que con esta variante también lo he oído. Aún lo he de volver a escuchar en lo que queda de verano, y no sólo como información meteorológica, sino como información general, exhibiendo los grados centígrados callejeros al sol, junto con noticias como el índice de precios al consumo o el número de víctimas de la violencia machista.
No es andaluz, ni extremeño, ni castellanomanchego, tampoco madrileño, catalán o cántabro. Si sus ciudadanos pertenecieran a alguna de esas comunidades, tendrían playas y/o piscinas para darse un chapuzón, o simplemente fuentes en unas plazas, que tampoco tienen, como también carecen de agua corriente; podrían acercarse a un bar y aliviar el gaznate con un refresco frío, que alcoholes no consumen, por fe; buscarían la sombra de un árbol, que no fuera la de la dura, seca y espinosa talha del desierto, bajo el que no sopla una brisa consoladora. La mayoría de las familias no cuentan con otros cobijos que el de las recalentadas lonas de las jaimas y el de los ardientes tejados de zinc de los beit, habitaciones con paredes de arena, sol y agua, que de vez en cuando les proporcionan camiones cisterna venidos de Tinduf (Argelia) a los campos de refugiados. Bajo unas y otros, los niños, los ancianos y las mujeres embarazadas languidecen, cuando no mueren, siempre, pero sobre todo durante los tres meses del verano. Enchufarían el aparato de aire acondicionado, si lo pudieran tener, y si encontraran un enchufe al que pudiera llegar una electricidad con más energía que las de unas heroicas baterías de Land Rovers acabados, mediante las que un tubo fluorescente pone penumbra en las noches de las jaimas y beit .
Porque esta es la situación general del pueblo saharaui, que no es andaluz, ni extremeño, ni castellanomanchego, tampoco madrileño, catalán o cántabro, lo que no es impedimento para que muchos saharauis conserven su documentación española, en forma de carnés de identidad, libros de familia o contratos de trabajo de empresas españolas, porque un día el Sahara Occidental sí fue la provincia española número 53, por más que tuviera aviesas intenciones. Estoy hablando del pueblo saharaui, que desde hace 48 años sufre otros tantos veranos en la hamada argelina, la parcela, de piedra y tierra, más dura e inhóspita del desierto del Sahara, donde las temperaturas alcanzan los 50º, no siendo infrecuente que se superen, acompañados por fuertes y prolongadas tormentas de arena, animadas por vientos devastadores de jaimas y beit. Este año, otro más, han vuelto poco más de unos miles de niños saharauis, beneficiarios del programa de Vacaciones en paz, y son muchos los miles de niños que permanecen en los campamentos de refugiados, sometidos a todos los rigores de una tierra, en la que al calor se suman las frecuentes tormentas de arena. Estoy hablando del pueblo saharaui, pero podría decir lo mismo de otras tantas poblaciones, que sufren los infiernos de los campamentos de refugiados en África y en Asia
El viento del Sahara, que propicia titulares periodísticos excesivos, cuando llega a la Península ya ha perdido, al paso del Estrecho, buena parte de su agresividad –un saharaui lo consideraría fresquito, como el de sus apaciguadas noches en el desierto-, y la violencia de la arena, la calima, cuando llega, no pasa de ser un tranquilo polvo en suspensión, que mancha nuestros coches, pero nada más.. En cualquier caso, contamos con los suficientes medios para paliar sus efectos, pero no valoramos lo que tenemos, precisamente porque lo tenemos, y entonamos una queja, verano tras verano. Nos lamentamos de tanto calor, mientras lamemos un helado o nos damos un chapuzón en la piscina. También los hay que mueren por causa de las altas temperaturas, pero es que personas enfermas, desgraciadas y olvidadas las hay en todos los sitios.
¿Calor sahariano?, ¿calor africano?, ¡venga ya!
Fernando Llorente