AMETS, NAROA, ITXASO. PRÁCTICA SOLIDARIA

Bajo el cielo diáfano del desierto de la Hamada, la blanca fachada de la biblioteca Bubisher se alzaba como, imponente entre las arenas de Smara. Aquella mañana, Itxaso, Naroa y el pequeño Amets correteaban entre mesas y estanterías repletas de libros, tan ansiosos por ser leídos como ellos por descubrirlos. Sus risas, melodía pura de la infancia, sembraban destellos de esperanza en aquella llanura árida, tendiendo puentes invisibles entre culturas separadas por miles de kilómetros, desde Asturias hasta la hamada argelina.

Frente a ellos, ocho adultos, entre los que se encontraban Eneko, padre de Amets, y su tío Urko, descansaban hombro con hombro contra una pared en la que un pájaro negro parecía surcar el aire inmóvil, pintado en el muro. Habían llegado cargados con cajas rebosantes de medicamentos, juguetes, piruletas y material escolar: regalos que los ojos de los niños saharauis recibirían con asombro y sonrisas luminosas. Aquella caravana humanitaria, gestada desde la solidaridad de un delegado sindical de ISA y un grupo de gijonesas con años de viajes a los campamentos, incluía también a un compañero ausente, de cuyo nombre me quiero acordar, aunque se perdió en la agenda, cuyo espíritu resonaba en cada gesto. El grupo lo había bautizado como el gallo del alba, por despertarse siempre antes que el imán del campamento.

El equipaje, tres mochilas y once cajas de cartón bien embaladas, aunque frágiles frente al “rigor” de los operarios de Air Algérie, se convirtió en testimonio mudo de su misión. No los acompañó la lluvia, pero sí la curiosidad de otros pasajeros, que atisbaron en aquellos paquetes el alma de la delegación bubisheriana: cuadernos, lápices, arcoíris de colores, caramelos, aceite, miel y medicamentos, junto a folletos de ISA para el X Congreso de la UGTSARIO en Dajla. Todo ello cargado con la convicción de que la cooperación y la solidaridad trascienden fronteras.

Dentro de la biblioteca, Amina y su equipo conversaban con la coordinadora de ingenieros saharauis: planos, proyectos de energías renovables, sueños de agua y luz para alimentar el futuro de un pueblo en éxodo. Cada idea se hilvanaba entre sonrisas hospitalarias; cada propuesta encontraba aliados dispuestos a construir vida donde antes solo hubo arena.

Los paseos por los pasillos polvorientos entre jaimas los llevaron hasta casas de adobe y lonas, donde las familias abrían sus puertas sin dudar. El aroma del té con hierbabuena y del pan recién horneado los envolvía mientras, sobre alfombras tendidas en el suelo, niños curiosos acariciaban el pelo rizado de Amets, a quien, durante la estancia, llamaron Ahmed, y sus hermanas y padres repartían caramelos. Los adultos compartían relatos de exilio, canciones al atardecer y confidencias de noches bajo un cielo de abril escaso de estrellas, quizá por la intensidad de la luz.

La visita al Centro Integral de Atención a Personas con Discapacidad Psicomotriz, conocido como El Castro, mostró cómo la precariedad podía ser vencida por el amor de un militante y su equipo, que habían escrito historia con voluntad, como en la Revolución del 20 de Mayo.

En el hospital regional de Smara, un edificio sencillo, iluminado por ventanales de vidrio grueso, médicos saharauis y voluntarios internacionales luchaban sin descanso por un derecho universal: la salud. La comitiva se emocionó al conocer a una joven enfermera que, con recursos limitados, arrancaba sonrisas a los pacientes más frágiles. “La deuda del mundo con este pueblo, susurró Mari Paz, la reconciliadora del grupo, es devolverles al menos un poco de la dignidad robada”.

La visita al Centro Simón Bolívar dejó una huella profunda: la moral inquebrantable del personal docente cubano y la dirección saharaui, trabajando codo a codo por el futuro de los alumnos. Y también la de los propios estudiantes, todos con la carrera de Medicina como meta. Nos habría gustado visitar alguna escuela primaria, pero la mayoría del profesorado estaba en huelga por cuestiones de “honorarios o incentivos”.

Al caer la tarde, de regreso en la casa de acogida de Hausa, el sonido lejano de un tam-tam marcaba el ritmo de un ágape sencillo: dátiles, queso de cabra, té vertido con ceremonia. Españoles y saharauis, niños y ancianos, sindicalistas y anfitriones, unidos por el hilo invisible de la solidaridad. Hasta la abuela “Super”, octogenaria, y el pequeño Amets resistieron el viaje sin quejas, salvo por el gallo Bachir, que los despertaba a las seis de la mañana con su canto impertinente. En aquel círculo, los idiomas se desvanecían, quedando solo las miradas cómplices y el calor de la promesa de volver.

Partieron con el corazón lleno: una semana donde cultura, amistad y compromiso se tejieron en un mismo verso. Llevaban consigo la hospitalidad saharaui, fuerte como el desierto y generosa como un oasis. Y, sobre todo, la certeza de que las páginas de aquellos libros prestados y las historias compartidas seguirían corriendo por los caminos de Smara, sembrando esperanza allí donde sopla el viento.

B.Lehdad.

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