
Que un día nació en el interior de una semilla, escondida bajo la sombra breve de un arbusto solitario. Allí, en ese pequeño rincón húmedo, la gota despertó al mundo.
Era diminuta, tímida, brillante como un cristal, pero muy curiosa y atrevida.
Cada día, el sol descendía sobre ella con más fuerza, llamándola. Un mediodía, el calor era tan intenso que, la gota se sintió tan ligera que de pronto se elevó.
Subió, subió, y subió, dejando atrás la arena ardiente, las dunas ondulantes y los matorrales que parecían saludarse con sus ramas delgadas. A medida que ascendía, la gota se unió a otras gotas invisibles como ella. Juntas formaron una nube blanca y suave que avanzó empujada por los alisios, como un barco silencioso.
La nube viajó durante días. Vio caravanas cruzar el desierto como hormigas doradas.
Escuchó historias contadas por el viento. Sintió cómo la noche refrescaba el mundo y cómo la luna iluminaba las dunas con un brillo plateado.
Hasta que, una mañana, un aire frío la acarició. Era un viento distinto, un soplo que traía olor a sal.
La gota abrió sus ojos de vapor y lo vio por primera vez: el océano.
A lo lejos, los acantilados se elevaban con la dignidad de viejos guardianes que vigilan el paso del tiempo. Miró y vio un grupo de aves migratorias dibujando flechas en el cielo. Pasaban cada año por aquella costa.
En el horizonte apareció una barca pesquera. Era pequeña, pero se movía con la seguridad de quien conoce los secretos del océano. El viento trajo el aroma fresco del pescado recién recolectado de los ricos caladeros, un perfume de vida que contrastaba con la quietud inmensa del desierto.
Recordó las palabras de los Hijos de la Nubes, hablaban de dunas que besaban el agua, de nieblas que flotaban como espíritus, y de peces plateados que viajaban en bandadas densas como nubes.
No había duda, estaba en las costas del Sáhara Occidental, un lugar donde dos gigantes —el mar y el desierto— se encontraban todos los días para contarse secretos. Y ella, por primera vez, había sido invitada a escucharlos.
Descendió con suavidad, sintió el impacto fresco del agua salada y se mezcló con el mar, convirtiéndose en parte de algo enorme, infinito, azul.
Ahora formaba parte de las olas que susurraban historias a la orilla, historias que algún día volverían al desierto convertidas en vapor, para comenzar un nuevo ciclo.
Cándida Santiago






