50º

 No son andaluces, ni extremeños, ni castellanomanchegos, tampoco madrileños, catalanes, asturianos o cántabros. Si sus ciudadanos pertenecieran a alguna de esas Comunidades, u otras, españolas, tendrían playas y/o piscinas para darse un chapuzón, o simplemente fuentes en unas plazas, que tampoco tienen, como también carecen de agua corriente; podrían acercarse a un bar y aliviar el gaznate con un refresco frío, que alcoholes no consumen, por fe; buscarían la sombra de un árbol, que no fuera la de la dura, seca y espinosa talha del desierto, bajo la que no sopla una brisa consoladora. No cuentan con otros cobijos que los de las recalentadas lonas de las jaimas y el de los ardientes tejados de zinc de los beit, habitaciones con paredes de arena, sol y agua, que de vez en cuando les proporcionan camiones cisterna venidos de Tinduf (Argelia) a los campos de población saharaui refugiada. Enchufarían el aparato de aire acondicionado, si lo tuvieran, y si encontraran un enchufe al que pudiera llegar una electricidad con más energía que las de unas heroicas baterías de Land Rovers acabados, mediante las que un tubo fluorescente pone penumbra en las noches de las jaimas y los beit. Han mejorado algunas cosas en los campamentos, sí, pero son muchas las familias que siguen administrando la escasez y la precariedad.

Estoy hablando del pueblo saharaui, que no es andaluz, ni extremeño, ni castellanomanchego, tampoco madrileño, catalán o cántabro, ni de ninguna otra Comunidad española, lo que no es impedimento para que muchos saharauis conserven su documentación española, en forma de carnés de identidad, libros de familia o contratos de trabajo de empresas españolas, porque un día el Sahara Occidental sí fue la provincia española número 53, por más que engañosa. Estoy hablando del pueblo saharaui, que desde hace casi 50 años sufre otros tantos veranos en la hamada argelina, la parcela, de piedra y tierra, más dura e inhóspita del desierto del Sahara, donde las temperaturas alcanzan los 50º, no siendo infrecuente que se superen (un técnico español, que había trabajado en las instalaciones del hospital de Tifariti, durante el verano, me aseguró que había visto que los termómetros marcaron 67º). Tampoco es infrecuente que la altísima se viva reforzada por fuertes y prolongadas tormentas de arena, animadas por vientos devastadores de jaimas y beit.

 

Este verano, cerradas las escuelas y las bibliotecas Bubisher, alrededor de 3000 niñas y niños saharauis -lejos los más de 7000 que llegaron a venir- están libres de esos rigores, disfrutando de las bondades que para ellos ofrece, desde 1992, el programa “Vacaciones en paz” a las que las ONGs pro saharauis dedican una buena parte de sus esfuerzos, en coordinación con las Delegaciones saharauis y las autoridades de la RASD..

 

El viento del Sahara, que propicia titulares periodísticos excesivos, cuando llega a la Península ya ha perdido, al paso del Estrecho, buena parte de su agresividad y la violencia de la arena no pasa de ser calima, un tranquilo polvo en suspensión, que, a lo más, pone perdidas las carrocerías de nuestros coches. En cualquier caso, contamos con los suficientes medios para paliar sus efectos, pero no valoramos lo que tenemos, precisamente porque lo tenemos, y entonamos una queja, verano tras verano. Nos lamentamos, mientras lamemos un helado.

 

(Cada verano, los medios de comunicación, que hacen de las altas temperaturas uno de los temas principales, cuando lo sorprendente sería que los termómetros marcaran temperaturas de bajo cero, me impelen a repetir este escrito, con alguna que otra variación)

 

Fernando Llorente

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *