Vivimos tiempos de calles llenas, de pasos que resuenan como tambores antiguos y de manos que levantan pancartas . Tiempos en que la palabra se hace viento, la multitud se hace voz y la esperanza terca y luminosa vuelve a caminar por las calles.
Y reflexionando esto, he recordado a Leila, una niña que soñaba con cambiar el mundo.
Leila vive en medio del desierto, donde el viento canta entre las dunas y el sol parece no tener fin. Su pueblo, el saharaui, está hecho de arena, de Jaimas que resisten las tormentas y de historias que el tiempo no logra borrar.
Leila no tiene juguetes de colores, pero tiene el cielo más grande del mundo y la imaginación más libre que se pueda tener.
Cada mañana, Leila dibujaba letras en la arena con un palo. Escribía R, E, V… hasta que llegaba a la L, y se detenía susurrando .
Yo soy la L. La L de Revolución.
Nadie entendía qué quería decir. Sus amigos se reían pensando que era un juego. Pero Leila sí lo sabía. La L era la letra que levanta, la que lucha, la que late. Era la letra de luz, de libertad, del latido de un pueblo que no se rinde.
Leila, sabía que las letras también pueden ser armas, que las palabras pueden cambiar el mundo.
Su voz empezó a recorrer el campamento, luego las dunas, luego los sueños. Ayudaba a los ancianos a traer agua, enseñaba a los más pequeños a leer, contaba historias bajo las estrellas. Su voz era suave, pero su espíritu ardía como el sol del mediodía.
Y poco a poco, los demás empezaron a entender:
que la revolución no siempre llega con gritos ni banderas,
sino con las manos que siembran,
con las palabras que enseñan,
con los sueños que se niegan a morir.
En la arena del Sáhara, el viento borraba muchas cosas, pero nunca borraba su letra.
Allí, brillando entre las dunas, quedaba la L.
La L de Leila.
La L de la luz.
La L de la revolución
Cándida Santiago