LA MEMORIA DEL BUBISHER (Dedicado a los guardianes de la memoria saharaui, que hacen de la solidaridad su aliado y de los libros su bandera).

El día que el primer Bubesher llegó al campamento, todo cambió. Era un camión pintado de azul y amarillo, con dibujos del ave de la buena suerte en las puertas y un estante lleno de libros que olían a mundos desconocidos. Los niños corrían a su alrededor como si acabara de aterrizar un trozo del cielo.

Él estaba entre ellos, curioso, con los pies llenos de polvo y el corazón latiendo rápido. Ella apareció poco después, más silenciosa, con un cuaderno entre las manos y una mirada que parecía contener el eco de algo antiguo. Se miraron sin decir palabra, pero algo en esa mirada los unió de inmediato, como si hubieran sido elegidos para formar parte de una secta secreta cuyo juramento era recordar.

Aquel día compartieron un libro de cuentos y una promesa sin palabras. No sabían que ese momento, tan breve y luminoso, quedaría suspendido entre el pasado y el destino.
Durante años, él recordaría la sensación de aquella primera lectura: el olor del papel, el murmullo de las páginas, el roce fugaz de su hombro junto al suyo. Y ella, sin confesarlo nunca, guardaría en su memoria el brillo de aquella tarde como se guarda una semilla entre las palmas.

Mucho tiempo después, él regresó a la misma Wilaya, acompañando a una delegación asturiana en visita oficial. El viaje no era personal; lo movía el deber, no la nostalgia. Había cruzado mares y desiertos sin pensar que algo de su infancia pudiera esperarlo allí.

La mañana era clara, y el viento del este levantaba un polvo leve sobre los muros de adobe, del centro administrativo de la Wilaya. Al fondo se alzaba el fruto y empeño de la solidaridad: la biblioteca Bubisher, erguida como una casa del alma.

Cuando la delegación entró, ella estaba allí, esperándolos. No llevaba insignias ni títulos, pero todos entendieron enseguida que era la autoridad del lugar.

—Bienvenidos, dijo con serenidad. Aquí los libros también son refugiados, pero ninguno ha olvidado su destino ni su origen.

Él se estremeció. La voz, el tono, la cadencia… había algo que lo golpeó sin previo aviso. La miró, y el tiempo se deshizo. Era ella.

La niña del camión azul.

La que había compartido con él el primer libro y una promesa que el viento o más bien el tiempo se llevó.

Ella guio a los visitantes con profesionalidad y dulzura, mostrando cómo los niños del campamento descubrían el mundo entre las páginas. Hablaba de los talleres de lectura, de los sueños que nacían entre cuentos y lápices.

Él, desde atrás, apenas la escuchaba; solo veía los años superpuestos sobre la misma mirada.

Cuando el grupo se dispersó entre los estantes, sus miradas se encontraron por primera vez desde entonces. Ninguno habló al principio. Bastó el silencio

-¿Sigues creyendo en lo imposible? preguntó él, casi sin voz.

—Solo cuando el viento trae noticias del pasado, respondió ella, apenas sonriendo.

No añadieron nada más. Las palabras se les volvían inútiles.

Al final de la visita, ella le tendió un marcapáginas tejido por las jóvenes de un taller que de vez en cuando la biblioteca ofrece a las mujeres jóvenes de la wilaya.

—Para que no pierdas la página, dijo.

En el borde del tejido, una inscripción diminuta: “Para los que aún leen lo que el refugio escribe.”

Él la guardó en el bolsillo sin atreverse a mirarla de nuevo.

Esa noche, bajo las estrellas, comprendió que era un reencuentro casual. Ambos seguían siendo miembros de aquella secta secreta, esa que solo el Bubisher, el del conocimiento y la solidaridad sabe crear y tejer. La de los que aún creen en el poder de creer y ayudar.

B.Lehdad.

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