
No era un pájaro cualquiera.
Era un primo cercano del gran bubisher, nacido para leer el viento y anticipar los cambios. En el desierto se aprende pronto que la supervivencia no depende de la fuerza, sino de la inteligencia serena.
El invierno había llegado sin estruendo, desnudando ramas y apagando colores. El bubisher no discutió con el frío. Se abrigó. Aquel plumífero sol amarillo no era adorno ni ironía, sino una declaración silenciosa de sabiduría. Quien conoce la dureza del mundo sabe cuándo protegerse del frio y el calor.
De pie sobre la rama seca, parecía pequeño, pero sostenía una verdad antigua. Y como resistir también es adaptarse, guardó el canto como se guardan las palabras sagradas, para un tiempo más fértil, ya que el invierno no es mudez, sino espera.
El bubisher observaba sin miedo. Sabía que el frío pasa, que la rama aguanta y que la vida, incluso encogida, sigue siendo vida. Su quietud no era resignación, sino memoria y la certeza de que después del silencio vuelve la voz.
Así, abrigado y digno, el bubisher se convirtió en metáfora.
De los pequeños que perduran.
De los sabios que no hacen ruido.
De quienes entienden que protegerse no es rendirse, sino prepararse para volver a cantar.
B.Lehdad






