No diré dónde ni tampoco quién, quienes. Diré qué.
Fue este verano. Los niños llegaron desde los campamentos con casi quince días de retraso. Un retraso que no se compensaría en la partida. Quince días menos, y que cada cuál examine su conciencia. Entre esos niños venía uno (no diré quién) con un problema serio, que podía ser grave, muy grave. Y solo quedaban apenas treinta días. Todos sabemos que la sanidad pública, la joya de la corona del estado del bienestar, está siendo robada ante nuestros ojos por ladrones de guante negro. Los que pueden se evaden hacia la privada, y ahí os las arregléis los que no podáis. Ignorando que cuando la cosa se pone seria la privada acaba por recurrir a la que pagamos todos, y que muchas veces ya es tarde, porque la sanidad privada es un negocio que solo atiende a su paciente más importante: el dinero. El otro quién (no diré nombre alguno) llevó al niño tan deprisa como pudo, a contrarreloj, a la sanidad pública, a la de todos, que está siendo asfixiada por las manos de la otra, que le roba a los médicos, a los especialistas, con su única moneda: las monedas; treinta, o más. Así que las listas de espera se convierten en listas de desespera. Pero a los que quedan les dio igual. Ese niño no podía quedar sin intentar su salvación. Nunca tanta profesionalidad se aliñó con tanto cariño y tanta fe. Una visita, diez opiniones ante un tema tan serio como nuevo, con tantas como tan peligrosas posibles consecuencias. Y ya solo quedaban poco más de veinte días. Se operó, se curó, y tras unos días de angustia, se diagnosticó: todo en orden. Curas, revisiones, más curas, más revisiones, y el calendario desangrándose como reloj de arena, la ampolla casi vacía. El final fue feliz, completamente feliz. El niño vuelve en punto con su caja/maleta reglamentariamente embalada y una sonrisa. Allí le esperaban, con muchas sonrisas y seguramente con lágrimas de emoción. Ellos, en su destierro, conocen la ecuación: Una persona acogedora y generosa con su tiempo y con su espacio, una sanidad pública que sobrevive a la asfixia con una profesionalidad igual de acogedora, y un país que a pesar de los pesares paga sus impuestos para convertirlos en lo que parece un milagro y no es sino lo justo, lo necesario. Tal vez los de allí valoran esa ecuación más que muchos de aquí. Nosotros, también.
Gonzalo Moure