EL DESCANSO EN MEDIO DE LA LUCHA DE TODA UNA VIDA

El cuenco metálico brilla débilmente bajo la lona multicolor de la jaima. Su resplandor no es limpio, sino áspero, marcado por los años y el polvo del desierto. Un hombre bebe inclinado, con los labios agrietados, mientras otro, sentado a su lado, se cubre el rostro con la mano, limpiándose el ojo. El gesto parece cansado, pero su voz, baja y firme, lleva consigo una advertencia:

—Despacio, hermano… todavía faltan algunos. Llegarán con la sed más honda que la nuestra.

El primero detiene el sorbo. El silencio se extiende unos segundos, denso como la arena que se acumula afuera. En esa pausa, la norma no escrita del desierto vuelve a recordarse: no se bebe solo, no se bebe rápido. El agua es de todos, como la vida misma.

Sobre el pantalón del que sostiene el cuenco se distinguen manchas oscuras. No son de arena ni de polvo, sino de sangre. Han regresado a la retaguardia tras una jornada de batalla. En el camino, con las manos aún temblorosas, han cargado a los heridos sobre los hombros, han intentado taponar heridas abiertas con sus propias telas, han sostenido la respiración quebrada de un compañero hasta el último aliento. Esa sangre que ahora tiñe la ropa no es solo la de los otros: es también la marca de la carga moral que llevan consigo, la de haber salvado a algunos y perdido a otros.

Ese cuenco pasará de mano en mano, gastado por tantos labios, igual que los libros que circulan en las bibliotecas Bubisher, allá en los campamentos. Allí, el acto de compartir adquiere otro rostro: no es el líquido vital, sino la palabra impresa la que se distribuye. No hay improvisación ni azar: son lugares levantados con paciencia y convicción, casas sólidas para los libros y para quienes buscan en ellos un refugio contra la intemperie del olvido.

En esas bibliotecas, los niños descubren que el conocimiento también sacia. Leen juntos, aprenden en voz alta, repiten historias que se vuelven comunes. El saber no es de uno solo, sino del grupo: se comparte como se comparte el agua, con la certeza de que solo así todos sobreviven.

Afuera, el viento borra huellas y arrastra la arena con violencia. Dentro, en la penumbra de la jaima, permanece en pie lo esencial: la paciencia de esperar al compañero, el cuidado de dejar un trago para quien aún no llega, la certeza de que la supervivencia es un acto compartido. Porque incluso en medio de la lucha de toda una vida, el verdadero descanso se encuentra en esos gestos sencillos: beber despacio, leer despacio, y saber que tanto el agua como la palabra nunca se agotan cuando se entregan a los demás.

 B.Lehdad.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *